
“Querido lector, escribo estas palabras en mis momentos de mayor desesperación”, así comienza un texto de Zalmen Gradowski, un judío preso raptado en Auschwitz en la primavera de 1944 y descubierto poco después de la liberación muy cerca de los hornos crematorios.
En Auschwitz se exterminaron cerca de un millón de personas, símbolo del “mal” y del extravió del espíritu humano.
Auschwitz, era “un campo de concentración alemán”, advirtió el obersturmführer, Karl Fritzsch, a los primeros presos polacos en junio de 1942; la mayoría de los presos estaba en su recinto solo de noche. De día traspasaban las alambradas para hacer trabajos forzosos, estrechamente vigilados por guardias armados y llenos de odio a los judíos, los gitanos, homosexuales, e intelectuales, entre otros que eran despreciados por el tercer Reich.

Al pasar por la puerta de entrada de Auschwitz, los recién llegados se encontraban con la enorme inscripción “Arbeit macht frei” (el trabajo hace libre), algo que hacía pensar a los prisioneros que en algún momento iban a lograr salir del campo.
Auschwitz tenía una extensión de 175 hectáreas y se encontraba dividido en varias secciones claramente delimitada con alambres de púas y rejas electrificadas.
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“El drama humano de quienes sobrevivieron al campo de concentración, es el testimonio del deseo de vivir y sobreponerse a las más absolutas condiciones de sufrimiento”, expresó en su momento el Papa Juan Pablo II.